La vaca Celeste

El cuento que hoy os muestro lo escribí hace muchos años. Quizás fue el primero, no sé. Lo inserto en este espacio por el cariño que le tengo y porque transmite una idea que quizás, en esta época del año, es útil. Lo escribí en época de turbulencia interior. Cansada de tanta tormenta, me fijé en las vacas y envidié su serena vida...


LA VACA CELESTE

Siempre me he preguntado de dónde viene esa placidez que se adivina en las vacas. Las veo al dirigirme en coche o en tren a algún sitio que ya he olvidado. Las veo en prados a ambos lados del camino. Ellas me miran con sus ojillos oscuros y sabios. Y entonces pienso: esa tranquilidad, esa sabiduría silenciosa ¿la han poseído siempre? Según me han contado, no.

Las vacas, antes, eran iguales que ahora. Había vacas blancas, vacas negras y vacas blancas con lunares negros. Celeste, la protagonista de nuestra historia, era del último tipo. En ese tiempo, como digo, las vacas eran iguales que ahora con una sola y nada insignificante diferencia: no eran tan apacibles. Sentían una curiosidad inmensa por todo lo que las rodeaba, en especial por lo que no veían sus ojos y, muy en particular, por ese armatoste marrón que aparecía ruidosamente cada mañana cruzando los prados y que volvía a desaparecer más allá del horizonte: el tren. Las vacas no podían dormir tranquilas preguntándose a dónde iría el tren.

Un día, la capitana de cierto grupo de vacas al que, por cierto, pertenecía nuestra Celeste, decidió tomar cartas en el asunto y convocar una reunión: “Vacas del lugar” gritó “El consejo vaquil ha decidido celebrar un sorteo. La vaca seleccionada tendrá el privilegio de convertirse en vaca invisible y subirse al tren. Nuestra maga, Toña, encina de gran prestigio, se encargará de elaborar una pócima de invisibilidad y de averiar el tren el tiempo suficiente como para que la afortunada se incorpore al grupo viajero. Atentas a vuestros números”…

No hace falta que os diga a quién eligió el azar. Sí, sí, a Celeste, nuestra amiga blanca de lunares negros. ¡Qué alegría tan grande sintió! Pasaría a la historia de los prados como la única vaca que sació su curiosidad subiendo al tren de personas. Llenaría su depósito vaquil con imágenes variadas, de otros prados. Vería otras vacas, otras encinas sabias, otros pueblos marrones. Descubriría qué hay al otro lado del horizonte. Quién sabe: quizás allí los prados fueran azules, las encinas moradas y las vacas rosadas. Quizás allí hubiera más de un sol. Quizás fueran más felices allí; quizás no existiera la muerte. Quizás…

 
El día llegó, Celeste bebió la pócima, el tren se averió, Celeste subió a él, el tren volvió a arrancar desapareciendo como cada mañana detrás del horizonte. Y las vacas de aquel prado perdido en un pueblo no muy lejano, esperaron.

Lo que Celeste vio y vivió entonces es tan extenso que podría ser objeto de otra historia. Contaré tan sólo que sí, que llenó su depósito de imágenes, que observó otros colores, y otras vacas y otros prados. No vio, sin embargo, más que un sol, el de siempre. Y la muerte, que no desaparecía en ningún momento. Tampoco eran más felices por allá. Es cierto que había azules: el mar, los ojos de las jovencitas, la mañana alegre en las ciudades, los abrazos de las personas con sombrero, los juegos de los niños. Pero también había grises: los uniformes, las lágrimas, los atardeceres en las chabolas, los gritos, las muecas, los fusiles, los empujones de los señores con sombrero. Y llegó a una conclusión: más allá del horizonte solo hay confusión y la felicidad se mezcla con muchas cosas raras. Entonces deseó volver al prado y a su tranquilidad.

Y Celeste volvió y contó a todas lo que había visto y vivido y su conclusión. Y lo que contó pasó de madres a hijas y viajó a otros prados hasta extenderse entre las vacas de todo el mundo generación tras generación. Y ya ninguna vaca volvió a sentir curiosidad. Tan convencidas quedaron de que la felicidad no se encuentra más allá del horizonte sino en la sencillez de los prados, a ambos lados del camino. Y Celeste pasó a la historia como la vaca que regaló, para siempre, a las vacas blancas, a las vacas negras y a las vacas blancas con lunares negros la serenidad y sabiduría que hoy vemos en ellas cuando viajamos en coche o en tren.

Escrito por Clementina el 16 de noviembre de 1998.



Finales de agosto o principios de septiembre es la época del año en la que la mayoría de nosotros volvemos a la rutina. Esa rutina que a veces se nos antoja aburrida. Este cuento me lleva a pensar que, aunque no tengamos grandes emociones, planes, viajes, aunque el verano esté acabando y tengamos que encorsetarnos en nuestro traje de oficina, podemos seguir descubriendo momentos llenos de color, y, como las vacas del cuento, vivir nuestra rutina con una maravillosa serenidad. Pequeños placeres que se extienden ante nosotros un día "normal": ese primer café de la mañana, la sonrisa de los compañeros de trabajo, el cómodo sofá de casa, una conversación inesperada... No todo tiene que ser novedoso. También en el día a día podemos encontrar esa luz... Porque, no nos engañemos: la luz, la alegría no está en lo que nos rodea sino dentro de nosotros mismos.

Comentarios

  1. Querida Clementina, no puedo estar más de acuerdo con tu reflexión y tu cuento lo refleja a la perfección.
    Tenemos que mirarnos más a nosotros mismos, que no nos ciegue lo que no tenemos y sepamos valorar de verdad lo que nos rodea, que en nuestro caso es mucho!
    Qué pena que no siguieras escribiendo cuentos...o la mejor la semana que viene tendremos la suerte de leer otro?

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    1. Querido anónimo: yo creo que sabemos valorar lo que tenemos ¿verdad? A mí me encantan mis días "normales", que nunca lo son si sabemos mirar más allá. Quizás algún día escriba otro cuento para ti, amigo anónimo. Gracias por tus palabras.

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