El mundo se ha parado de repente

¿Hay algo positivo en esto que nos está pasando? Algo hay: de repente tenemos tiempo. Los que pueden, se quedan agazapados en casa. Los que no pueden, van al trabajo pero de una manera distinta porque ya no hay reuniones de trabajo. No hay reuniones de nada ni viajes. Seguimos trabajando pero ¿y después del trabajo? No podemos ir al gimnasio ni al cine. Tampoco podemos ir a conferencias ni a teatros. De repente, los niños no tienen extraescolares. Desaparecen las prisas. No hay nada que hacer. Hasta da miedo salir a pasear por si te cruzas con alguien contagiado. Solo podemos quedarnos en casa y jugar con nuestros hijos, o leer ese libro que teníamos abandonado. Podemos practicar nuevas recetas. Y llamar a la abuela. Podemos meditar, mirar por la ventana. O mirarnos a los ojos.

Un virus ha parado el mundo de repente y ha sido como un toque de atención; como si Alguien, un Profesor, nos dijera a todos, cual niños revoltosos en una clase de colegio: "Como veo que no me escucháis, voy a parar el mundo para que me prestéis atención". Ese mundo que iba tan acelerado. Cierto es que hay cosas que siguen aceleradas. Internet y redes sociales siguen echando humo. Te despistas un segundo y tienes 50 wasups con chistes, audios, noticias sobre el monotema. Las redes sociales no se resignan a quedarse quietas porque fueron diseñadas para el movimiento constante. ¿Somos nosotros, los seres humanos, iguales que ellas? ¿nos resignaremos a esta vida tranquila? Yo he pasado muy a gusto mis primeros días de encierro pero ¿cuánto tiempo estaré así de bien? ¿He cultivado lo suficiente mi felicidad interior para hacer frente a esta inactividad? ¿Y tú? ¿Te sentarás por fin a estar contigo mismo o, como autómata, te pegarás al mando de la tele?

Con mis palabras anteriores no quiero parecer frívola. Ni siquiera Clementina puede negar que el coronavirus ha puesto del revés nuestro mundo. Jamás hemos vivido algo parecido. Esta alerta constante, este no saber qué noticia creer, estos pensamientos terribles que vienen de vez en cuando: "¿Me tocará a mí o a aquellos a los que adoro?" De vez en cuando viene el susto porque la mente se va a lo más dramático. Y en este caso, creo que está justificado porque estamos ante un caos mundial. Sin embargo, hasta en el caos se pueden aprender cosas. De todos los mensajes que han circulado estos días, voy a copiar aquí el que para mí hay sido el mensaje estrella. Supongo que lo habréis leído pero quiero destacarlo en mi blog, para que quede constancia de que incluso del mayor revuelo, hay personas que sacan un aprendizaje. Destaco la frase que dice: El coronavirus obliga a cerrar escuelas y nos fuerza a buscar soluciones alternativas, a volver a poner a papá y mamá junto a los propios hijos. Nos obliga a volver a ser familia. Esta frase me toca de lleno y he de decir que estar con mi familia es una de las cosas que más estoy disfrutando estos días tan locos. 





Creo que el universo tiene su manera de devolver el equilibro a las cosas según sus propias leyes, cuando éstas se ven alteradas. Los tiempos que estamos viviendo, llenos de paradojas, dan que pensar...
En una era en la que el cambio climático está llegando a niveles preocupantes por los desastres naturales que se están sucediendo, a China en primer lugar y a otros tantos países a continuación, se les obliga al bloqueo; la economía se colapsa, pero la contaminación baja de manera considerable. La calidad del aire que respiramos mejora, usamos mascarillas, pero no obstante, seguimos respirando...
En un momento histórico en el que ciertas políticas e ideologías discriminatorias, con fuertes reclamos a un pasado vergonzoso, están resurgiendo en todo el mundo. Aparece un virus que nos hace experimentar que, en un cerrar de ojos, podemos convertirnos en los discriminados, aquellos a los que no se les permite cruzar la frontera, aquellos que transmiten enfermedades. Aún no teniendo ninguna culpa, aún siendo de raza blanca, occidentales y con todo tipo de lujos económicos a nuestro alcance.
En una sociedad que se basa en la productividad y el consumo, en la que todos corremos 14 horas al día persiguiendo no se sabe muy bien qué, sin  descanso, sin pausa, de repente se nos impone un parón forzado. Quietecitos, en casa, día tras día. A contar las horas de un tiempo al que le hemos perdido el valor, si acaso éste no se mide en retribución de algún tipo o en dinero. ¿Acaso sabemos todavía cómo usar nuestro tiempo sin un fin específico?
En una época en la que la crianza de los hijos, por razones mayores, se delega a menudo a otras figuras e instituciones, el Coronavirus obliga a cerrar escuelas y nos fuerza a buscar soluciones alternativas, a volver a poner a papá y mamá junto a los propios hijos. Nos obliga a volver a ser familia.
En una dimensión en la que las relaciones interpersonales, la comunicación, la socialización, se realiza en el espacio virtual, de las redes sociales, dándonos la falsa ilusión de cercanía, este virus nos quita la verdadera cercanía, la real: que nadie se toque, se bese, se abrace, todo se debe de hacer a distancia, en la frialdad de la ausencia de contacto. ¿Cuánto hemos dado por descontado estos gestos y su significado?
En una fase social en la que pensar en uno mismo se ha vuelto la norma, este virus nos manda un mensaje claro: la única manera de salir de ésta es hacer piña, hacer resurgir en nosotros el sentimiento de ayuda al prójimo, de pertenencia a un colectivo, de ser parte de algo mayor sobre lo que ser responsables y que ello a su vez se responsabilice para con nosotros. La corresponsabilidad: sentir que de tus acciones depende la suerte de los que te rodean, y que tú dependes de ellos. 
Dejemos de buscar culpables o de preguntarnos por qué ha pasado esto, y empecemos a pensar en qué podemos aprender de todos ello. Todos tenemos mucho sobre lo que reflexionar y esforzarnos. Con el universo y sus leyes parece que la humanidad ya esté bastante en deuda y que nos lo está viniendo a explicar esta epidemia, a caro precio.
F. MORELLI (psicólogo)

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