Lanzaremos nuestros besos

 En la década de 1940 Rene Spitz realizó un histórico estudio en el que siguió por varios años a una serie de bebés que habían sido puestos en orfanatos, en lo que Spitz llamó “confinamiento solitario”. Los niños vivían en cunas en compartimentos divididos por sabanas que colgaban de lado a lado del tal forma que sólo podían ver el techo. Cada tanto una enfermera pasaba a revisar cómo estaban y los dejaba con una botella de leche. Aunque la higiene de estos hogares era impecable, el 37% de los bebés en estos lúgubres hospitales murieron. Spitz comparó a este grupo con bebés que crecieron con sus madres pero en prisiones: en esos casos ninguno murió y pruebas más adelante mostraron un mejor desarrollo físico e intelectual –así pudo concluir que no se trataba de la higiene o del alimento, sino del cariño que brinda el cuidado maternal.

El estudio de Spitz fue comprobado de nuevo en el 2007, cuando se comparó el crecimiento de bebés en orfanatos con bebés bajo el cuidado de padres adoptivos. En este estudio realizado en Rumania sólo se estudiaron niños sanos, para eliminar la posibilidad de que los resultados fueran sesgados por defectos genéticos. Los resultados coincidieron con lo descubierto por Spitz. Los niños que fueron adoptados crecieron más rápido y alcanzaron niveles de IQ nueve puntos más altos. El 55% de los niños en orfanatos desarrollaron algún tipo de enfermedad mental a diferencia de sólo el 22% de los niños adoptados, esto es, los niños adoptados crecieron con menos ansiedad, depresión y con mayor habilidad para poner atención.

www.ateliernarratiu.ca


                                                                                Foto de Wayne Evans, de Pexels

El amor no es opcional, no es un adorno de la vida. Es una necesidad básica. Y no solo para los niños pequeños. Es una necesidad del ser humano, desde que nace hasta que exhala su último aliento. Por eso, tras comer, beber y dormir, el sentirse querido hace que nuestro cuerpo palpite, pues un ser humano sin amor se resquebraja como la tierra seca y se rompe en mil pedazos. 

El amor no es solo un tema del que hablan los cursis o las telenovelas, no es un deslumbramiento de la belleza ante un rostro súbito que se ilumina para ti  ni tampoco es la emoción ante un corazón que late por ti más de lo que late por otros (Michel Quoist). Es mucho más que eso.

El Amor, en realidad, es lo más importante que tenemos, quizás lo único importante. Sin embargo, ¿sabemos de verdad lo que es? Tenemos chispazos de él, eso sí, cuando descubrimos la profundidad en los ojos de nuestra pareja, o cuando bailamos al son de los gestos de nuestros hijos. Tenemos chispazos de él cuando nos acercamos a otro ser humano y conectan nuestras almas. Y cuando contemplamos el mar insondable desde una roca. Sin embargo, se nos escapa el Amor como paisaje completo, pues nuestros limitados ojos no llegan nunca a abarcar el lienzo entero. 

Por eso, creo que nuestra principal labor mientras vivamos dentro de este cuerpo humano es aprender a llegar a ese Amor, el de verdad, el enorme, con pasitos cortos pero sin detenernos. Amar es decidir partir animoso por los caminos del tiempo, no para cien días ni para mil, ni incluso para diez mil, sino para una peregrinación que no terminará, porque es una peregrinación que durará siempre (Michel Quoist). Porque ese Amor nos espera donde quiera que se encuentre el final del camino, tras derramarse las hojas de nuestro otoño. Y al acercarnos a su morada, cada vez serán más los chispazos, las manos que acarician y las sonrisas compartidas. Al ir comprendiendo su abrazo... nuestra vida tendrá cada día más sentido y lanzaremos nuestros besos sin descanso, no a un ser humano, o a varios, sino al mundo entero.

Comentarios