El baobab

Dice la leyenda que, hace muchos años, el baobab era el árbol más alto y bonito de todos los de la tierra.

Todos estaban cautivados por su belleza, desde los más pequeños animales hasta los dioses. Su tronco era muy fuerte, tenía ramas muy largas y un color que hipnotizaba. Un día los dioses decidieron hacerle un regalo: convertirlo en uno de los seres vivos más longevos.

Con esta nueva condición, el baobab no paró de crecer durante años y quiso tocar el cielo y ser como los dioses. Esto impedía que el resto de árboles recibieran la suficiente cantidad de luz del sol. Con gran orgullo, el baobab anunció que pronto alcanzaría a los dioses y se pondría a su altura.

Cuando sus ramas estuvieron a punto de alcanzar a los dioses que habitaban en el cielo, éstos se enojaron tanto que le arrebataron su bendición para darle una lección de humildad. También le condenaron a crecer al revés y así vivir con las flores en la tierra y sus raíces en el aire, dándole el aspecto que hoy presenta.

Se desconoce si el baobab aprendió o no la lección, pero lo que sí se sabe es que desde entonces presentan el aspecto extraño que tienen hoy en día.

Leyenda africana.


Foto de Beau Botschuijver: https://www.pexels.com

A veces pienso que es como si todos los seres humanos estuviéramos metidos en una enorme madriguera. Algunos de esos seres se consideran a sí mismos más grandes que los demás, quizás porque parecen apuestos o huelen mejor. Están seguros de que conocen todos los rincones de la madriguera, proclamando que no hay nada más allá. Y como ya no se preguntan nada, dedican su tiempo a impartir lecciones desde su pedestal a los demás seres, vigilando a aquéllos que se salen de la norma, juzgando, y elevándose un poquito más cada día; queriendo rozar el techo, creyéndose dioses.

En la madriguera hay otros seres que prefieren vivir cerca de la tierra, del humus, disfrutando de su aroma. Quizás conozcan todos sus rincones, quizás no. Lo que sí saben es que la caja está muy oscura y, por lo tanto, hay mucho que no atisban. Intuyen que la madriguera no lo es todo, que hay mucho más. Se consideran eternos aprendices y, como tales, para ellos no existen los pedestales, ni las lecciones magistrales, ni tampoco las corbatas de marca. Dedican su tiempo a dar un paso, y otro y otro, a veces solos, a veces abrazados. 

Yo soy de las que cree que hay mucho, mucho más que la madriguera que nos rodea. Y eso me hace ver con otra luz sus inciertas paredes. Sin embargo, también creo que con este pequeño cerebro va a ser muy difícil que salgamos de ella para disfrutar de lo que hay fuera. O quizás podamos salir un rato para luego volver a lo oscuro, claramente transformados. 

Y como cada vez me doy más cuenta de lo poco que sé, mi objetivo es arrancar de mí misma cualquier atisbo de soberbia y ser una eterna aprendiz que no juzga ni afirma, y que tiene  los ojos del alma bien abiertos. Pues solo de esa forma podré encontrar una rendija que me permita escapar del agujero y bailar durante unos instantes (o más) con las estrellas, las hadas y las luciérnagas. Para así crecer con las raíces en el suelo y las flores en el aire.


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