El juego de las apariencias


La felicidad no se encuentra con mucho esfuerzo y voluntad, sino que reside ahí, muy cerca, en el sosiego y el abandono. 

No te inquietes, no hay nada que hacer. 

Todo lo que se eleva en la mente no tiene ninguna importancia, porque no tiene ninguna realidad.

 No te apegues pues, no juzgues, no te juzgues. 

Deja que el juego de las apariencias se desarrolle por sí mismo, se eleve y caiga, sin cambiar nada, pues todo se desvanece y empieza de nuevo sin cesar. 

Solamente la búsqueda de la felicidad es lo que nos impide verla. 

Es como el arcoíris que uno persigue sin jamás alcanzarlo, porque no existe, aunque siempre esté ahí y te acompañe en todo instante. 

No creas en la realidad de las cosas, buenas o malas: son como el arcoíris.

 Al querer atrapar lo inasible, uno se agota en vano, pero cuando se abandona este propósito, el espacio está ahí, abierto, hospitalario y confortable. 

Entonces, aprovéchalo. 

Todo está ya en ti. 

No busques más. 

No vayas a buscar en la jungla inextricable al elefante que está tranquilamente en casa. 

Nada que hacer, nada que forzar, nada que querer..., y todo se hace completamente sólo.

    Lama Guendun Rimpoché



Foto de Amar Preciado: https://www.pexels.com/

Estamos inmersos en un juego de apariencias en el que todos, sin excepción, nos vestimos de jueces. Ese papel puede resultar interesante a veces; algunos lo verán imprescindible. Sin embargo, a la larga es agotador, sobre todo cuando el juez vuelca su mirada hacia el interior de nosotros mismos, apuntándonos con el dedo y susurrando: "No eres suficiente". Ese personaje vestido de negro que todos tenemos dentro, nos lleva a querer ser los mejores, los más guapos y los más listos y nos impulsa a seguir escalando para llenar un vacío que siempre está ahí, sobre todo en los momentos de silencio. Está bien tener ganas de mejorar ¿cómo no? Pero no es lo mismo el entusiasmo por crecer y por hacer las cosas con mimo que la necesidad angustiosa de superar al compañero, para que todas las miradas de admiración nos coronen de laureles. 

A veces me descubro envuelta en una bruma. Puede pasarme un domingo cualquiera en el que mis horas no están planificadas minuciosamente. Y cuando miro dentro me doy cuenta del motivo: es mi juez que, ahora en voz alta, me manda mensajes desgarradores y me hace sentir como una muñeca a la que le falta un ojo, una pierna o tiene en pelo arrancado. Esa bruma me persigue durante la semana, impeliéndome a correr más rápido, a esforzarme por llegar a algún sitio, haciendo que mi vida se convierta en un tiovivo en el que doy más y más vueltas, sin saber realmente qué quiero alcanzar.

En esos momentos de bruma, el poema de Rimpoché es sanador, pues me hace ver que todo está bien, que soy suficiente y no tengo nada que demostrar ni a los demás ni a mí misma. Tranquiliza saber que no es necesario perseguir ningún elefante, porque lo que busco está aquí sentado, en esta silla de madera, tomando mi mano con ternura. Y que todo lo que me parece incompleto, no lo es, ni siquiera yo misma. 

Así pues, hoy me propongo parar el tiovivo para saborear un helado, una mirada cómplice o un sencillo paseo por las calles de la ciudad. Me propongo dejar que el juego de las apariencias se desvanezca al fin y deje de dominarme un domingo cualquiera de octubre.





















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