Un hombre tomó la decisión de reparar una vieja granja que tenía en el campo. Para ello contrató a un carpintero que le ayudaría durante todo el proceso.
Un día se acercó a la granja para verificar cómo iban todos los trabajos. Llegó temprano y comenzó a ayudar al carpintero. Ese día parecía que las cosas no le iban bien. Su cortadora eléctrica se había quedado sin batería haciéndole perder dos horas de su tiempo. Más tarde un corte en el suministro eléctrico le había hecho perder una hora más. A última hora de la tarde se le acabó el pegamento y no pudo finalizar las tareas que tenía programadas para ese día. Por si fuera poco cuando se disponía a volver a casa, su camión no arrancaba. Ante esta situación el dueño de la granja se ofreció a llevarlo.
Mientras recorrían los paisajes de la zona, el carpintero iba en silencio. Parecía triste y cansado después de un día tan malo. Después de treinta minutos de recorrido llegaron a la casa del carpintero, y sorprendentemente lo invitó para que conociera a su familia. Mientras se dirigían a la puerta, el carpintero se detuvo durante unos segundos frente a un pequeño árbol de un color verde intenso. Tocó varias ramas cuidadosamente con sus manos, mientras admiraba sus preciosas hojas.
Al entrar en su casa, ocurrió una sorprendente transformación. Su bronceada cara sonreía plenamente. Abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa. Posteriormente me acompañó hasta el coche.
Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad, y le pregunté acerca de lo visto cuando entramos.
- Ese es mi árbol de los problemas- contestó.- Sé que yo no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero hay algo que es seguro: los problemas no pertenecen ni a mi casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que, simplemente, los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego. Después, por la mañana los recojo otra vez. Lo más divertido es que... cuando salgo a la mañana a recogerlos, ni remotamente encuentro tantos como los que recordaba haber dejado la noche anterior.
Jorge Bucay
Foto de Stijn Dijkstra: https://www.pexels.com
A veces la vida se torna incómoda. Quizás no son grandes males los que te afligen y, por eso, consideras que no tienes derecho a quejarte. Sin embargo, te sientes pesado, como si un bloque de hormigón se hubiera instalado en tus entrañas. Te cuesta respirar y por eso, abres la boca para conseguir inhalar algo más de aire. Caminas lento o quizás muy rápido. Se te acumulan las preocupaciones y no sabes qué hacer para quitarte esa sensación de que dentro de poco pasará algo que convertirá tu vida en un caos. A lo largo del día el vacío va creciendo y no puedes poner palabras a lo que te pasa. Por eso, cuando llegas a la puerta de tu hogar, no sientes alegría al ver a tu hija. Casi ni la ves, porque tu mirada está vuelta hacia dentro, hacia esa montaña oscura y maloliente formada por tus angustias. Y pasa de largo una sonrisa.
En esos momentos es necesario tener a mano un árbol de los problemas y, aunque no vivas en un chalet y no tengas árboles, es recomendable que encuentres el tuyo. Seguro que, mientras lees esto, se te van ocurriendo ideas. A mí por ejemplo, se me ocurre que el solo hecho de salir a la calle y caminar, puede aligerar el peso. O escribir sobre lo que te aflige, y si puede ser con bolígrafos de colores, mucho mejor. O pintar. O practicar algún deporte. O encontrar la manera de reírse de uno mismo.
La vida es incómoda. Lo aprendimos bien desde que nacimos. Con lo a gusto que estábamos en el vientre de nuestra madre... y nos dio por salir al frío, a pasar hambre, a sentirnos solos. ¿Para qué nacimos, con lo calentitos que estábamos en el otro lado? Quizás para experimentar lo incómodo y, de esa manera, aprender a valorar y a ver lo que hay más allá de nuestras incomodidades. Los problemas, grandes y pequeños, siempre nos van a acuciar. Y si no lo hacen, ya se encargará el ego de recordarnos lo insuficientes que somos y lo impermanente que es esta vida. Así que más vale que nos acostumbremos desde ya a convivir con esa incomodidad, como si de una molesta compañera de piso se tratara. Cuando llega, me doy cuenta y la dejo estar. A veces habla sin parar. Otras permanece en un silencio áspero. En cualquier caso, siempre se nota su presencia. Procuro seguir con lo que estaba haciendo, pero mi mente me dice "Haz algo para librarte de ella".
La manera de librarse de ella es aceptarla primero. Cuando acepto la incomodidad, ésta se vuelve más ligera. Y es entonces cuando aparece ante mis ojos el árbol de los problemas y puedo ir escribiendo uno en cada papelito y colgándolos todos en las ramas para que se balanceen con el viento. De esa forma, se desencrustan de mi sangre, se van impregnando del aroma a campo y yo puedo respirar de nuevo.
Cuando el aire entra en mis pulmones, mi mirada se expande y soy capaz de deleitarme ante esa sonrisa que pasa a mi lado. Seguramente sean esas sonrisas el motivo por el que nacimos.
💓Esta entrada está dedicada a dos de esas sonrisas. Aunque una de ellas no la puedo percibir con mis ojos, sigue siendo mi maestra. A la otra la veo cada día, y es el talismán que me sustenta cuando la vida se torna incómoda. No tengo palabras para agradecer vuestra presencia en mi viaje.💓
¡Qué gran reflexión Clementina! Voy a coger el guante, y crearme mi propio árbol de los problemas para liberar mi mente y estar disponible al 100% para las personas que realmente iluminan mi dia.
ResponderEliminarGracias
¡¡Sabio propósito!! Cuéntame cuando lo tengas, qué forma tiene tu árbol. Clementina te manda su cariño.
EliminarMuy bonito recordatorio!
ResponderEliminarGracias por hacernos reflexionar sobre este tema. Voy a buscar ese árbol para colgar los míos cuando me abrumen. Un abrazo
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