Un viejo y un niño viajaban de pueblo en pueblo en compañía de un burrito de carga. Cuando pasaban por el primero de los pueblos, comenzaron a escucharse los rumores de las voces de la gente que decían:
—¡Vaya par de tontos! Tienen un burro y andan a pie por el camino.
Al oírlos, el viejo se sintió mal, y decidió prestar atención a tales palabras. Entonces, subió al niño al borrico y continuaron el trayecto.
Al llegar al siguiente pueblo, el niño llamó la atención de un campesino. Señalando a los viajantes, el campesino comentó:
—¡Qué niño tan desconsiderado! Siendo joven y con energía, permite que el viejo camine y se fatigue.
El viejo y el niño se quedaron pensando, así que decidieron cambiar de lugar. Mientras el niño caminaba y el viejo iba montando el burro, llegaron al tercer pueblo. Allí, la gente empezó a murmurar:
—¡Vaya viejo maltratador, perezoso y egoísta! Lleva al pobre niño caminando incansablemente bajo el sol.
Entonces el viejo y el niño decidieron montar juntos al animal y así llegaron al cuarto pueblo. Estando allí, un hombre se les acercó y les dijo:
—¿Es suyo ese burrito?
—Sí — respondió el viejo.
—Pues no parece, a juzgar por la forma en que lo sobrecargan y lo agotan. Deberían ser ustedes quienes cargaran con la pobre criatura.
El viejo y el niño se sentaron a pensar y se les ocurrió atar las patas del burro, ensartar un palo entre ellas y montarlo sobre sus hombros para llevar al burro.
La gente se quedó sorprendida al ver semejante tontería, así que siguieron al viejo y al niño. Cuando llegaron al puente más cercano, las voces de la multitud comenzaron a molestar al burro que, haciendo uso de su fuerza, luchó y luchó con las cuerdas hasta soltarse y, sin quererlo, cayó por el puente abajo hasta caer en el río. El burro se sobrepuso, nadó, salió del río y huyó por los caminos del campo.
Solo entonces el viejo entendió que, por querer dar gusto a todos, actuó sin sentido común y perdió su bien más preciado.
Extraído de www.culturagenial.com
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¿No es acaso cierto que muchos de nosotros estamos minuto a minuto pendientes de lo que los demás esperan de nosotros? Esto, además de agotador, es muy poco práctico, ya que nos rodea un crisol de personas y cada una tiene su opinión sobre cómo deberían ser las cosas. Los que vivimos así, atrapados en una red de opiniones y miradas, sentimos como si una fuerza invisible nos llevara en el mismo día primero al norte, luego al sur, luego hacia el mar, luego hacia un árbol. Y cuando alguien nos pregunta «¿Pero tú qué quieres en realidad?» nos sorprendemos tanto que la aguja de nuestra brújula empieza a girar rápidamente y nuestro cerebro se vacía. ¿Yo qué quiero?
A los que nos pasa esto, desde fuera parecemos generosos, volcados en los demás, llenos de amor. Desde dentro, el paisaje es otro. No es generosidad, es miedo. Miedo a quedar mal, a no gustar, a que me critiquen, a que no me tengan en cuenta y, por supuesto, miedo - más bien terror - al conflicto. Por ello, preferimos doblarnos como una sábana blanca y meternos en un cajón. «Qué bien huele esta sábana y qué suave es» dicen todos. Muy pocos se dan cuenta de que, por muy bien que huela, está doblada y eso duele. Y así nos pasamos la vida doblados y encogidos, enterrando nuestros anhelos debajo de los bloques de hormigón que hemos alzado para no mostrar nuestro enfado. Y es que aprendimos de pequeños que la ira es maligna y rompe corazones y nos desequilibra y nos quita amigos y nos deja solos. Lo que no aprendimos - qué lastima - es que tener a cada minuto la mirada puesta en la opinión de los demás, te succiona la energía y te convierte con los años en un pellejo frágil que cualquier ráfaga de viento levanta.
Para salir del cajón en el que estoy guardada, no me propongo convertirme en un volcán que lo arrasa todo a su paso, sino rescatar a aquella niña que jugaba serena en su habitación y que pedía lo que necesitaba y que si se enfadaba, se enfadaba, y que si reía, reía. Esa niña no estaba pendiente de los mil ojos que la rodeaban, cada uno con sus brumas y su espada dispuesta a atravesarla con su crítica, sino de su juego. Desde fuera, la niña parece egoísta. Desde dentro, el paisaje es otro. No es egoísmo, es luz, es dar desde lo que soy y no desde lo que los demás quieren que sea. Es audacia, pues solo de esa forma estoy preparada para hacer frente al conflicto que llegará. Es autenticidad. Quizás el perfume que desprenda no guste a todos, pero me gustará a mí. Y eso es lo más importante.
¿Eres tú de los que están minuto a minuto pendiente de lo que los demás esperan de ti? Si es así, recuerda hacerte, también minuto a minuto, la pregunta «Y yo ¿Qué quiero?». Es importante encontrar la respuesta para no acabar, como el anciano y el niño, perdiendo tu bien más preciado.
Buena reflexión, ahora nos toca reflexionar a los que lo hemos leído
ResponderEliminarEso. Nunca dejemos de reflexionar.
EliminarMuy buena reflexión!!! Y una gran enseñanza de vida. Muchas gracias, Clementina.
ResponderEliminarGracias a ti por tu comentario. Todos estamos en continuo aprendizaje.
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